lunes, 15 de diciembre de 2008

La carrera de una bailarina

Sangre, sudor y pocos aplausos.
Extraña “mezcla de monjas y boxeadores”, como las definió el genial Maurice Béjart, las bailarinas deben sumar la devoción de una beata y la entrega de una deportista de alta competencia. “Pueden parecer regias desde la platea, pero tal vez en ese mismo momento tienen los dedos de los pies llenos de ampollas y les sale sangre. Suena terrible, aunque para un bailarín no lo es tanto. La gente piensa que la danza es una actividad muy sana y saludable, pero el desgaste físico es enorme. Nosotros tenemos un nivel de resistencia al dolor muy alto. Estamos acostumbrados al exceso de trabajo físico”, abre el fuego el director del Cuerpo de Baile del Sodre, Rodolfo Lastra, que fue cinco veces operado en las piernas por problemas de rodillas y tendones. Esos seres espigados, aparentemente frágiles, de cutis de porcelana y cuello de cisne, esconden tras de sí un historial de sacrificios y trabajo duro. El ballet tiene su propio idioma y hablarlo con el cuerpo no es nada sencillo. Renuncia, pasión y entrega son denominadores comunes de una profesión que reclama condiciones artísticas y físicas extremas. Por sus propias características, la danza clásica es una de las bellas artes en las que el cuerpo humano alcanza su máxima expresión: las manos deben hablar, y piernas y brazos ser lo suficientemente flexibles para que los desplazamientos del bailarín parezcan tan sutiles y ligeros como el aire. Trastornos alimenticios –bailarinas adultas que llegaron a pesar 39 kilos– y lesiones físicas como desgastes articulares, bursitis y tendinitis crónica, son sólo algunas de las enfermedades que acosan a los bailarines profesionales que pasan horas y horas ensayando. “El bailarín tiene que estar permanentemente en actividad. Siempre se está preparando algo”.
Escuela de sueños
La primera exigencia para ingresar es la edad: lo ideal, es tener entre ocho y 11 años. Los varones la tienen más fácil que las niñas. A pesar que el ballet fue inicialmente cosa de hombres, y que Béjart volvió a imponer la presencia masculina en la danza hace ya unas cuantas décadas, todavía pesa mucho prejuicio sobre los niños que quieren dedicarse al ballet, de modo que cuando uno se anima a presentarse, difícilmente lo dejan escapar. Las pruebas parecen bastante sencillas. Los candidatos levantan las piernas para ver hasta dónde llegan, se evalúa su fuerza para saltar, y se los invita a bailar para observar si pueden seguir armoniosamente los compases musicales. Los postulantes deben estar descalzos y con las piernas a la vista para que el jurado pueda realizar una suerte de “radiografía” de su estructura ósea y condición muscular. Se escrutan el estado físico, el largo del torso, la postura y hasta la expresividad del rostro. El entrenado ojo del tribunal puede determinar, fácilmente, qué potencial tiene cada candidato, quién sigue en carrera y quién no. Se espera que los futuros bailarines sean esbeltos y apolíneos, y las bailarinas delgadas y armoniosas. “Espigaditas, de brazos, piernas y cuellos largos. Con buen empeine, flexibles, abiertas y, por supuesto, con la espalda derecha”, resume la directora de la Escuela Nacional de Danza.
Si están pasadas de peso les ponen una cruz. Lo mismo si son chuecas, duras, no tienen oído, gracia o fuerza; si tienen pie plano, cadera torcida, u hombros encogidos. Algunos años sólo aprueban el ingreso la mitad de las alumnas que se inscriben. Otros, no aceptan a ninguna. La dureza del fallo puede ser desgarradora. “Hemos visto llorar a madres y niñas. Es muy triste, pero es preferible, porque cuando uno es chico ni se da cuenta”, agrega la directora de la escuela, convencida de que “bailarina se nace, no siempre se hace”. El director del Cuerpo de Baile del Sodre parece darle la razón: “el rigor tiene que ver con la conciencia de lo que significa ser bailarín profesional. Sería canallesco estimular a una niñita si no tiene las condiciones básicas para bailar”, entiende Lastra.
Naturalmente, las cosas son bastante más duras en las renombradas escuelas rusas de ballet, donde las niñas son medidas de la cabeza a los pies, tratando de evaluar si sus cuerpos crecerán armoniosamente o no, si tendrán hermosos arcos en los pies, largas piernas que alcancen los 180 grados de abertura, espaldas flexibles, largos cuellos y pequeñas cabezas. En Inglaterra, para ingresar al Royal Ballet los niños son sometidos a numerosas radiografías y les realizan exhaustivos estudios médicos para determinar cómo se van a desarrollar sus huesos y articulaciones.
Con semejante panorama, ¿por qué embarcarse en una carrera donde hay que andar sobre las puntas de los pies, extremadamente arqueados, tratando de parecerse lo más posible a un cisne pero siendo tratado como un patito feo?
En su libro La Danza. Su técnica y lesiones más frecuentes, la maestra Olga Ferrari ensaya una respuesta: “no hay profesión artística que requiera más sacrificio, más abnegación y más entrega que la danza clásica. Ella exige un entrenamiento cotidiano intensivo y un régimen de vida muy severo. La carrera es breve y el éxito difícil, las frustraciones numerosas, y el medio cruel. Entonces ¿por qué esta obstinación? ¿Por qué este fervor por ejercer esta profesión? Pues porque siempre está la esperanza de la consagración, de poder adquirir la técnica suficiente (...) Porque con la técnica se logran milagrosos momentos de expansión total, cuando gracias al virtuosismo alcanzado, el peso del cuerpo es vencido y las leyes del equilibrio desafiadas; y después de horas de esfuerzo y trabajo, las dificultades se desvanecen. (...) Cuando se haya alcanzado la técnica perfecta se habrá ganado la batalla contra sí mismo. Pero más allá está el medio de expresión que hace sentir la emoción a otros seres a través del gesto, de la plástica, de la expresión de un cuerpo desde los pies hasta la leve crispación de los labios. Una mirada, una inclinación de cabeza, una comunicación espiritual que se logra a través del movimiento que proporciona una alegría de cualidades extrañas”.
Fuente: Revista Danza Ballet